Dr. Rafael Estay Toloza

 

Como manifiesto en otro artículo (¿Me voy a mejorar?), una de las preguntas que más frecuentemente nos hacen nuestros pacientes es si se van a mejorar, lo cual implica cambiar, como intuyendo que la manera de superar los problemas y síntomas que los están aquejando, pasa por una modificación. Esa no es un pregunta cualquiera, está marcada por una gran carga de tradición, de costumbre, de cultura. Es más frecuente que oigamos decir, sólo por mencionar dos típicos comentarios, “no, si a esa edad no se cambia” o “yo soy de esa manera, si cambio sería otra persona”. Notemos que el primero de ellos es una presión o señal desde fuera de nosotros la que nos quita esperanzas –aunque también podemos ser nosotros mismos los que nos repitamos mentalmente que ya estamos viejos- mientras la segunda es esencialmente proveniente de uno mismo.

Es digno de observación que tanto nos apeguemos a lo que ya somos y desechemos tan fácilmente lo que podemos llegar a ser. Aunque aquí se produce una paradoja. En estricto sentido sabemos que no podemos seguir siendo como somos pues aspiramos a ir desarrollando diversos aspectos, habilidades, talentos, posesiones, conquistas, etc. Pero al mismo tiempo deseamos que esas cosas se produzcan sin que exista una modificación que nos haga cambiar. Acá es todo lo contrario de lo proclamado por Maquiavelo de que es necesario cambiar para que todo siga igual; queremos que la manera en que nos sintamos varíe, deseamos sentirnos mejor, pero nos resistimos a cambiar. No obstante, el desarrollo implica cambios.

Es como si existiese un cierto programa interno, que se alimenta de lo sustentado social y culturalmente,  y que nos fija a lo conocido. Es posible que sea una defensa contra la inestabilidad representada en el cambio. Es como si no quisiéramos hacernos concientes de que justamente el cambio es la regla. Es más seguro el terreno conocido.

Todo cuanto conocemos existe dentro de lo que llamamos universo y éste es transformación por antonomasia. El universo está en constante movimiento, no hay dos momentos que sean iguales, lo que está sucediendo en este mismo instante es algo único y que nunca más volverá a repetirse con exactitud. ¿Por qué no aprender a llenar los momentos únicos con bienestar?

Entonces, si la regla es el cambio, ¿cómo es que tenemos tantas resistencias a él? No parece la opción más sabia resistirse a lo que va a suceder independiente de nuestros deseos. Es mejor adaptarse al constante fluir de cuanto nos rodea.

Nuestro universo partió hace alrededor de 13600 millones de años con el Big Bang. En ese primer momento la materia estaba increíblemente compactada y todavía no existía la noción de tiempo. El tiempo de nuestro universo, nuestro propio tiempo, empieza a correr una vez que se produce la explosión original con la que comienza la expansión del universo. ¿Qué fue lo que creó esa materia original?, ¿de donde salió?, ¿qué es lo que había antes? Son preguntas sin respuesta y ahí nos adentramos en los caminos de la fe. Una explicación que hemos escuchado es que el universo ha existido desde siempre, algo que se nos hace muy difícil de conciliar. Nuestro aparato mental no está hecho para procesar algo que ha existido desde siempre, sólo Dios es la excepción a ello. Y por lo mismo a Dios no hay que entenderlo, sólo aceptarlo. Llamamos Dios a lo que ha existido desde siempre, a lo que no fue creado por nadie. Además, Dios tiene que estar investido de una cualidad en que prime lo amoroso. También puede existir una divinidad del mal; no obstante, nuestro aparato psíquico funcionará distinto si el modelo a seguir nos incita a través del amor y no del odio. Por experiencia sabemos que solamente a través del amor podemos desplegarnos en libertad. El odio siempre va ligado a “algo” que precisamos sojuzgar, y por lo mismo, nos quita libertad. No solo destruimos a ese “algo” sino que también, con mayor o menor sutileza, lo hacemos con nosotros mismos.

En esa explosión primigenia, el Big Bang, las temperaturas que se produjeron fueron lo suficientemente elevadas y persistentes para producir sólo 3 compuestos químicos: Hidrógeno, Helio, Litio y algo de Deuterio (que es un isótopo del Hidrógeno). Para que aparecieran los otros compuestos químicos como el Oxígeno, el Carbono, el Hierro, el Fósforo, etc. se necesitó de una nueva fábrica. Esa nueva fábrica, en una importante proporción,  la han constituido las supernovas que son estrellas que ya quemaron todo su combustible nuclear y que sufren un colapso gravitatorio. La inmensa masa de una estrella al estar tan inconmensurablemente unida genera tales temperaturas que es capaz de crear incluso materiales radioactivos como el Uranio. Nuestro propio Sol está en un equilibrio entre las fuerzas gravitatorias de su tremenda masa, que lo llevan a implosionar, y las fuerzas de las reacciones nucleares cuyo combustible principal es el Hidrógeno, que lo llevan a explosionar. En 5000 millones de años más va a haber consumido todo su combustible y va a colapsar en una enana blanca no más grande que la Tierra, pero no se va a convertir en una supernova pues la falta masa para aquello.

Es así, que en el sentido más literal del término, nos es permitido decir que somos polvo de estrellas. Somos los herederos del pasado del universo. Los compuestos químicos de los que estamos hechos provienen de la muerte de sistemas estelares que existieron antes que el Sistema Solar. Incluso podemos afirmar que nuestra estrella, el Sol, con seguridad es una estrella de segunda, y probablemente de tercera generación (entendiendo que las estrellas que se crearon con la Big Bang son las de primera generación). Esa es la condición para que se hayan producido los materiales necesarios, y en las proporciones necesarias, capaces de sustentar la vida en la Tierra.

Nuestro Sistema Solar no tiene más de 4500 millones de años. Es decir, sólo apareció en el último tercio de la existencia del universo. En los primeros 2/3, correspondientes a 9000 millones de años, no existían ni el Sol ni los planetas que lo rodean ni tampoco los elementos químicos que posibilitan la vida como la conocemos. Lo notable es que tuvieron que existir y luego desaparecer sistemas estelares completos, y que en ese proceso se fueron construyendo los ladrillos sobre los que se iba a edificar la vida, y mucho más adelante, iba a surgir la vida inteligente consciente de sí misma. A grandes rasgos, en los primeros mil millones de años de la Tierra no hubo vida de ningún tipo. Una vez que apareció, tuvieron que transcurrir otros mil millones de años hasta que surgiera la primera célula con núcleo, que son las células que nos conforman a nosotros.

Ha sido necesario un constante proceso de creación y destrucción, un proceso ininterrumpido de cambios. Esa es nuestra herencia. Entonces, es difícil no considerar justamente esa característica, el cambio, como algo absolutamente intrínseco a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea.

Es un largo recorrido el que hemos transitado para llegar donde estamos, y estamos recién comenzando. La raza humana, el homo sapiens sapiens, existe hace menos de doscientos mil años.

Nuestros parientes más cercanos, con el que compartimos cerca del 98% del material genético, son nuestros primos los chimpancés. Nos separamos de ellos hace 5 millones de años. De los gorilas lo hicimos hace siete. Desde entonces nuestro éxito evolutivo ha sido enorme. Somos más de 7 mil millones, los chimpancés unos pocos miles. Pero, aparte del número, que en términos evolutivos es muy importante –pues, no olvidemos que el objetivo primordial de la evolución es facilitar la propagación de los genes, así es que mientras más individuos hay de una misma especie, mayor es el éxito evolutivo de esa especie-, lo que marca la diferencia es el gran crecimiento que ha ido experimentando nuestro cerebro hasta prácticamente triplicar en tamaño al de nuestros cercanos parientes. Y todo esto en unos pocos millones de años. En general, los cambios en la naturaleza no son así de dramáticos y, como ya hemos visto, toman extensísimos períodos. Así es que, algo especial, muy especial en realidad, tiene que haberse plasmado y seguirse manifestando como para que en tan poco tiempo se haya desarrollado un cambio tan sustancial. Tiene que ser una gran ventaja evolutiva.

En lo que respecta a nuestros ancestros homínidos el tema está en constante revisión. Permanentemente se producen nuevos descubrimientos que obligan a rediseñar la comprensión de nuestro pasado.

Hace unos cinco millones de años la selva tropical del este de África, de donde venimos los seres humanos, comenzó a ralear y los simios que vivían en ella se encontraron en una disyuntiva, o seguían viviendo en un medio ambiente que se estaba modificando haciéndose más inhóspito para la forma de vida llevada hasta ese momento, o, se iban adaptando a la nueva realidad lo que implicaba bajar de la seguridad de los árboles. Aquellos que decidieron aventurarse en  algo que se iban asemejando a la actual sabana africana tuvieron que desarrollar nóveles adaptaciones, algunas muy novedosas, como andar en dos pies. Eso les permitía más velocidad en tierra, mayor resistencia a las distancias largas, mayor altura para explorar el medio circundante y mayor altura del calor del suelo, hecho que iba a ir adquiriendo creciente importancia a medida que aumentaba la capacidad encefálica y sus necesidades de enfriamiento. Mejor mientras más nos alejáramos de la sofocante temperatura del suelo africano. Aquellos que se aventuraron son nuestros antepasados, tenemos el gen de la novedad y de la exploración en nosotros. Aquellos que se quedaron son los antepasados de los grandes simios.

Como vemos, la exploración y el cambio están intrínsicamente ligados a nosotros.